1.
La primera vez que vi el libro fue en La Mutualista, una cantina en Guadalajara, bajo una luz tenue y en medio de una oscuridad nocturna ya profunda. Fue desgarrado ante mí el envoltorio de un paquete y fue sustraído (con el pegamento de las cubiertas aún fresco) un ejemplar reluciente. Después emergió otro y otro y muchos más, en el lapso entre el que aferré al primer ejemplar de mis manos y en el que después de hojearlo finalmente lo abandoné a su suerte, cerca de veinticinco libros más fueron acomodados y ofrecidos a la venta. En ese instante inició el antiguo rito vestal del comercio. Ofrecer la pieza al postor más próximo, comentar virtudes y disimular, incluso negar categóricamente, los defectos más evidentes. Lo más doloroso resultó observar a otros juzgarlo, sostener la pieza y rechazarlo sin otra razón más que la apatía o la necesidad de materiales más dóciles a una interpretación ligera y, en términos modernos, “más divertida”. Ni siquiera estoy sojuzgando, es sencillamente el feliz destino de todos los libros: una prostitución impostergable y fundamental.
2.
Un libro nos sobrevive, es muy posible que ejemplares de este libro aún existan cuando Ferlinghetti repentinamente ya no esté con nosotros. O quizás, al ser escrito en los lejanos sesentas, seguramente apenas y tiene que ver con el autor que en este momento es nuestro contemporáneo. El libro de un extraño, el libro del otro. Con la traducción sucede exactamente lo mismo, pero la degradación es casi instantánea. Ser el traductor de algo ya es en sí alienante, pero encima confrontar las frases traducidas representa una violencia demasiado incontenible para ser tolerable. Al leerlo no puedo sustraerme lo suficiente como para pasar por encima de los errores que emergen en oleadas de las páginas. Nadie más parece notarlos, pero están ahí, como los nódulos de un cáncer sin manifestar, y no sólo son errores tipográficos, sino defectos en el ritmo, tumores inflamados de preposiciones y conjunciones inútiles, palabras usadas y repetidas indiscriminadamente, traducciones literales. Enumero todas las libertades que me tomé y, sin remordimiento alguno, celebro su impostura, pasaran años hasta que alguien las descubra todas, si es que alguna vez tal cosa sucede, son las cicatrices ocultas que una meretriz arrogante maquilla sin remordimientos, vestigios de una cirugía plástica malograda. Y aun así, en medio de este vórtice de carne depravada, emerge súbitamente una frase, un párrafo, una página entera que resulta satisfactoria. La vida es válida por estos instantes, el impulso de su relectura no se puede resistir. Así es como surge y se admite un poco de vanidad, sin las ilusiones y espejismos que generalmente solicita en su ayuda.
3.
Ha pasado una semana exactamente desde el primer encuentro, enumero todo ha sucedido en estos últimos siete días... he perdido todo lo que conocía y todo lo que me pertenecía, tal y como a final de cuentas sucede a cada instante. Pero ahora la sensación es permanente, es una soledad irreparable y desmedida. Quisiera que esto fuera una exageración, al menos una exageración consciente, pero la certeza de que no es así se desborda. Aquel que vio por primera vez el libro y aquel que escribe esto pertenecen a dos especies distintas, seguramente se debía a cosas semejantes la creencia de que los muertos anhelaban el olvido. Recordaré cada instante sin nostalgia ni anhelo alguno, recordaré el viaje que lo hizo posible y a aquellos que me acompañaron, dejaré entrever apenas quiénes fueron y qué hicieron en realidad, inclusive a ellos mismos. La muerte del instante no es sino nuestra propia muerte, irreconocible y fortuita, pero definitivamente nuestra.
Y esto, esto es lo me une hasta el final con La Noche Mexicana…
La primera vez que vi el libro fue en La Mutualista, una cantina en Guadalajara, bajo una luz tenue y en medio de una oscuridad nocturna ya profunda. Fue desgarrado ante mí el envoltorio de un paquete y fue sustraído (con el pegamento de las cubiertas aún fresco) un ejemplar reluciente. Después emergió otro y otro y muchos más, en el lapso entre el que aferré al primer ejemplar de mis manos y en el que después de hojearlo finalmente lo abandoné a su suerte, cerca de veinticinco libros más fueron acomodados y ofrecidos a la venta. En ese instante inició el antiguo rito vestal del comercio. Ofrecer la pieza al postor más próximo, comentar virtudes y disimular, incluso negar categóricamente, los defectos más evidentes. Lo más doloroso resultó observar a otros juzgarlo, sostener la pieza y rechazarlo sin otra razón más que la apatía o la necesidad de materiales más dóciles a una interpretación ligera y, en términos modernos, “más divertida”. Ni siquiera estoy sojuzgando, es sencillamente el feliz destino de todos los libros: una prostitución impostergable y fundamental.
2.
Un libro nos sobrevive, es muy posible que ejemplares de este libro aún existan cuando Ferlinghetti repentinamente ya no esté con nosotros. O quizás, al ser escrito en los lejanos sesentas, seguramente apenas y tiene que ver con el autor que en este momento es nuestro contemporáneo. El libro de un extraño, el libro del otro. Con la traducción sucede exactamente lo mismo, pero la degradación es casi instantánea. Ser el traductor de algo ya es en sí alienante, pero encima confrontar las frases traducidas representa una violencia demasiado incontenible para ser tolerable. Al leerlo no puedo sustraerme lo suficiente como para pasar por encima de los errores que emergen en oleadas de las páginas. Nadie más parece notarlos, pero están ahí, como los nódulos de un cáncer sin manifestar, y no sólo son errores tipográficos, sino defectos en el ritmo, tumores inflamados de preposiciones y conjunciones inútiles, palabras usadas y repetidas indiscriminadamente, traducciones literales. Enumero todas las libertades que me tomé y, sin remordimiento alguno, celebro su impostura, pasaran años hasta que alguien las descubra todas, si es que alguna vez tal cosa sucede, son las cicatrices ocultas que una meretriz arrogante maquilla sin remordimientos, vestigios de una cirugía plástica malograda. Y aun así, en medio de este vórtice de carne depravada, emerge súbitamente una frase, un párrafo, una página entera que resulta satisfactoria. La vida es válida por estos instantes, el impulso de su relectura no se puede resistir. Así es como surge y se admite un poco de vanidad, sin las ilusiones y espejismos que generalmente solicita en su ayuda.
3.
Ha pasado una semana exactamente desde el primer encuentro, enumero todo ha sucedido en estos últimos siete días... he perdido todo lo que conocía y todo lo que me pertenecía, tal y como a final de cuentas sucede a cada instante. Pero ahora la sensación es permanente, es una soledad irreparable y desmedida. Quisiera que esto fuera una exageración, al menos una exageración consciente, pero la certeza de que no es así se desborda. Aquel que vio por primera vez el libro y aquel que escribe esto pertenecen a dos especies distintas, seguramente se debía a cosas semejantes la creencia de que los muertos anhelaban el olvido. Recordaré cada instante sin nostalgia ni anhelo alguno, recordaré el viaje que lo hizo posible y a aquellos que me acompañaron, dejaré entrever apenas quiénes fueron y qué hicieron en realidad, inclusive a ellos mismos. La muerte del instante no es sino nuestra propia muerte, irreconocible y fortuita, pero definitivamente nuestra.
Y esto, esto es lo me une hasta el final con La Noche Mexicana…